Decir que esta elección en Estados Unidos es inusual es quedarse corto. En la historia contemporánea, no ha habido otra igual para elegir al Presidente del país más poderoso del mundo.
Para empezar, la candidatura del status quo salió de los cánones. Hace sólo tres meses, el octogenario Presidente Biden debió renunciar a la candidatura luego de que su desempeño en un debate televisivo dejara en evidencia las limitaciones propias de su edad. Rápidamente, su vicepresidenta tomó la posta; y en este breve tiempo, Kamala Harris, la primera mujer de color en ser candidata a la Presidencia, ha hecho un trabajo sin grandes fallas, aunque sin descollar, con soluciones poco elaboradas.
Porque si las encuestas hoy fueran certeras, éstas apuntan que, pasado el efecto de la novedad, y no obstante lo mucho ocurrido en estos cortos pero intensos tres meses, estamos ante el mismo empate que existía antes del cambio de candidato. Por lo tanto, pronto sabremos si el problema más importante de los demócratas era el candidato, u otro factor.
Del otro lado del espectro político, en tanto, el postulante es casi tan anciano como el ya retirado; y sobre su habilidad cognitiva hay también algunas dudas (a menudo divaga de modo incoherente). Ese postulante, hoy el más viejo en aspirar jamás a la Presidencia, además sobrevivió dos intentos de asesinato durante la campaña.
Lo más excepcional de esta candidatura no son, sin embargo, estas características. Lo más peculiar, lejos, es el hecho que el candidato tiene, literalmente, un prontuario. Trump es el primer expresidente en la historia de su país en haber sido condenado penalmente. Y además, el conjunto de causas por las que está formalmente acusado (incluyendo agresión sexual y fraude financiero), cubre un amplio comportamiento delictivo, antes, durante y después de su llegada a la Casa Blanca en 2017
En cualquier otro país, un prontuario así habría impedido una postulación a la Presidencia; sobre todo en representación del conservadurismo, que abraza el respeto a la ley y al orden. Pero del Partido Republicano estadounidense, en los hechos, hoy queda poco. El Trumpismo lo ha fagocitado casi por completo.
A los fans de Trump ciertamente no les importa el hecho que, ante los ojos del mundo, el expresidente y hoy candidato quebró la regla esencial de la democracia: aceptar un resultado electoral adverso.
Hace cuatro años el candidato Biden ganó la elección; pero el entonces Presidente Trump azuzó a una multitud para que impidiera de facto la certificación del resultado por parte del Congreso: esta acción de fuerza causó la muerte de varias personas y puso en riesgo la vida de otras. Trump, luego, se restó del traspaso del mando, propuso indulto para quienes atacaron el Capitolio, y ha seguido sosteniendo que ganó (una mentira que sólo hace pocas semanas ha abandonado).
Otra circunstancia fuera de lo común es la existencia de un grupo llamado “Republicanos Contra Trump”, abiertamente contrarios al candidato de su propio partido (entre ellos Mike Pence, ex vicepresidente de Trump; Dick Cheney, ex vicepresidente de Bush Jr., y muchos ex altos funcionarios de la misma administración Trump).
Estos Republicanos no pueden dejar pasar la gravedad del intento de quiebre del orden constitucional en el ataque al Capitolio, la amenaza para la seguridad nacional que acarrearía otros cuatro años de Trump (como afirman en reciente carta pública más de mil líderes del área), y o el vínculo entre fascismo y Trumpismo (como expuso el ex jefe de gabinete presidencial de Trump, John Kelly).
Trump es un iconoclasta. No ha hecho esfuerzo alguno por construir una mayoría partidaria sólida, que incluya a este grupo de republicanos. Si lo hubiera hecho, arrasaría, en vez de tener una elección peleada. ¿Qué explicación hay para esto?
Pueden esbozarse muchas teorías. Una de ellas es que, con su background de figura de telerrealidad, Trump auscultó de manera temprana una necesidad insatisfecha: la representación de los desencantados del sistema y la expresión de sentimientos ocultos, políticamente incorrectos. Trump aquí ha sido insuperable, apelando tanto a desencantados ricos como a desencantados pobres con una retórica antiestablishment (una de tipo convocante sería más de lo mismo).
Por eso, en vez de moderación, Trump ofrece signos de incontinencia emocional (odio, ira, crueldad, sorna, lascivia), racismo, sexismo, y violencia verbal respecto de adversarios políticos (personas “de bajo coeficiente intelectual”, “tontas como una piedra”) o incluso respecto de cualquier individuo, como los encargados del sonido de un mitín (“gente estúpida”).
El viernes pasado, por ejemplo, sugirió por la mañana que un pelotón de fusilamiento “practicara en la cara” de la ex congresista Liz Cheney (republicana que respalda a Harris); por la tarde, planteó quitar las licencias de transmisión a los más grandes canales de televisión; y por la noche, en medio un ataque de ira por fallas técnicas, simuló ante una audiencia masiva un acto sexual con un micrófono.
Trump, así, socava deliberadamente la cultura que inspira cánones sociales, la Constitución y las leyes, la idea de Estado de Derecho, la noción de democracia, y el sistema internacional post 1945. Incluso si perdiera esta campaña, pasará a la historia por su talento para lograr que sus votantes piensen que estarán más seguros siendo gobernados por alguien que desprecia la legalidad, y más protegidos con soluciones radicales que al final son mentirosas.
En materia económica, por ejemplo, los agresivos recortes tributarios y propuestas arancelarias no levantarán a la clase media, como sugiere Trump: por el contrario, afirman 26 Premios Nobel de Economía, causarán un efecto devastador y expansivo en la economía estadounidense y global.
En cuanto a la migración, no hay forma realista de implementar la deportación de millones de personas, del mismo modo que no se pudo obligar a México a pagar por el muro que impulsó en su primera campaña. En lo externo, tampoco es concebible plantarse como un presidente “de paz”, con el superpoder de desactivar guerras “en 24 horas de ser electo”, mientras se dinamitan las alianzas más importantes (la OTAN y la relación con la UE), y se elogian autoritarismos que violan libertades esenciales (Putin, Xi, Kim).
Una segunda administración de Trump será mucho más difícil de contener a nivel interno, y va a dañar, de forma más profunda que durante su primer mandato, la democracia y la economía no sólo de su país, sino el orden global. Y esta elección estadounidense, finalmente, se escapa de todo parámetro, porque la posibilidad de un triunfo trumpista es alta, no obstante la gravedad de sus consecuencias.
Si Trump no ganara esta elección, tiene de todos modos un triunfo en el bolsillo: construyó una contracultura política que debilita la democracia y que seguirá en boga, con seguidores en todo el mundo.
La centroderecha local debiera mirar esta elección con especial atención. Ojalá no sea demasiado tarde cuando comprendan que son el dinosaurio, y Trump, el meteorito.